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Novelistas compulsivos

El frío se lo come todo ya. Las casas son estómagos en plena digestión de carnes de gallina. Tengo la extraña sensación de no pertenecer a este rincón que me entumece. La calle es otra vez un ir y venir de “desconocidos habituales”. En sus gestos van los míos. Nos miramos. Nos conocemos desde siempre. “El otro” evidencia la edad propia. A veces se escapa un saludo entre dientes, es una mueca que se cae… da un poco de vergüenza, pero una vez desplomada ya no se puede recoger. No importa, mañana le pasará a él. Ambos sabemos que son los síntomas de esa habitualidad llevada al extremo.

Los “desconocidos habituales” lo custodian todo, parecen un ejército de mohais con la misión de sobrevivir al tiempo. En cierto modo tranquiliza la constancia de sus caras en la misma esquina, son una garantía de cordura. La reiteración de su presencia es parte de ese paisaje inamovible que te integra en algún lugar. “El del pan”, “la cajera”, “el gordo”, “la de antaño”, “ese”, “éste”, “aquél”… Su vida es una vida intuida a base de indicios: una carpeta, un coche, una compañía habitual, una cicatriz, un atuendo… Casi sin querer “los otros” van convirtiéndose en personajes inventados y sus vidas en novelas, o “nivolas”, en continuo proceso de creación.

Novelar es la más común de las acciones humanas. Se hace sin querer, compulsivamente. Una mirada es un renglón, un rostro el esquema de un pasado o de un futuro. Unos nos inventamos a otros… y entre todos otros mundos. La propia ciudad parece una ciudad inventada. ¡Qué gran fábula!…. Miras, te miran. ¿Quién seré yo para ti?, te preguntas en el cruce de miradas. Ríes, incluso, de curiosidad, por la infinidad de hipótesis posibles, quizá todas descabelladas. En ocasiones, es divertido tomar conciencia de la propia condición de personaje y romper conscientemente cualquier esquema predeterminado. Otras veces el esquema se rompe por sí solo: una conversación fortuita o un encuentro inesperado en un lugar inesperado, pueden destruir la voz sospechada o la personalidad intuida tras esa cara familiar. Es como si la “realidad” se entrometiera en aquel proceso creativo, en aquel mundo imaginado a base de retazos, para sacar a cada personaje de su implacable clasificación y darle autonomía. Surge entonces la necesidad de revisión de la trama inventada. La “novela” se revela, cobra vida propia, los personajes se hacen personas en un apasionante proceso de metamorfosis. Es una experiencia muy similar a la relatada por Unamuno en aquel pasaje de Niebla, en el que él mismo dialoga con el protagonista de la novela (Augusto Pérez) y se plantea la realidad de su propia existencia. “¿…No seremos todos entes de ficción…?” preguntaba Augusto a su autor. Ahora sé que la respuesta es “sí”, que esto es cosa de todos y que no hay otra opción, que en “los otros” está la pluma que me escribe y en la mía su existencia . Ahora sé que además de lo que uno siente ser, es lo que le inventan, ya sea porque no le entienden, o por esa tendencia humana a la creación, o por simple aburrimiento.

No está de más, sin embargo, como homenaje a uno mismo y como forma de respeto a los demás, agudizar al máximo el ingenio para no caer en la crítica fácil, hecha, chabacana, fruto de una observación superficial o un rumor infundado. Me viene a la cabeza aquella estupenda escena en la que el grandioso Cyrano de Bergerac, consciente de la imposibilidad de silenciar los comentarios despectivos sobre su portentoso apéndice nasal, se enfrenta a los chismosos, con espada en mano y talento a flor de piel y les recrimina no su falta de piedad, sino su falta de arte para hacerla pública.  

La calle es un inmenso tránsito de creadores y personajes creados. Todos somos ambas cosas a la vez y por tanto, responsables del encanto de esa ciudad subrepticia, sobre la que marcha la visible.

El frío se lo come todo ya… veo mi rostro de frío en cada “desconocido habitual”. “Juntos otro otoño en este cuento de otoño”, pienso en alguno de esos encontronazos apresurados. Por lo que nos une, hoy quiero saludar desde aquí a los que nunca lo hago y conozco desde siempre… sólo “de vista”.

Diario Palentino (4-11-2004)

 

El dolor del parto

Estoy solo en un bar. Un café. Una espera. El humo de los cigarrillos pierde su ascensión lineal y se desdibuja en abstractos retorcimientos construyendo un techo de niebla artificial. No me vienen relatos, aunque siento su presencia. Casi puedo escuchar las voces de los protagonistas, pero todavía son un impreciso bisbiseo y no consigo desentrañar sus penas. Me recuerdan a las caras de Bélmez, incrustadas en las baldosas, intentando hablar. Otro sorbo de café, de tinta. Agudizo el oído frunciendo el entrecejo. Soy un fox terrier señalando con su pose un majano con conejo. La espera resalta la quietud de las cosas, destinadas a estar ahí, sin más. Un cuadro, una silla, un periódico, un rostro… no son nada si yo no los miro. Cada detalle es como un hilo del que estirar una historia y sin embargo sale vacío. ¡Siga jugando!, parece oírse. En la mesa de al lado dos chicas se inventan lo bonito y lo feo, lo bueno y lo malo, lo azul y lo gris… El humano es el gran “adjetivador”, pienso, pintor de un mundo que no siente. Las chicas hablan muy alto, sin pudor, como dos musas que acaban de terminar su turno de noche, cansadas de normas y carmín. En el fondo del bar un grupo de ciclistas se escapa, pero casi nadie mira. “Le tour de France” ya no importa a nadie porque Induráin no está. Es la era de bares llenos en otras tierras. Leo la necesidad de algún héroe en el vacío gotelé. Así el bar parece sólo un bar cualquiera y yo cualquier cosa. Miro al cielo de humo, otra vez, pero sigo sin descifrar una sola línea. Expulso el aire como si fumara, como si llorara por un relato que no nacerá. Mi exhalación convulsiona aún más el barroquismo del falso techo. Al bajar la mirada al mundo veo frente a mí a un viejo conocido. Hace años fuimos amigos, ahora nos saludamos con un apretón de manos o una palmadita en la espalda y nos deseamos “que nos vaya bien”. El recibimiento ha debido ser tan inconsciente que apenas he reparado en su llegada. Ahora le veo bien, ahora que no me mira. Acabo de topar con aquella expresión de antaño… asoma entre facciones gastadas, demasiados compromisos innecesarios. Bebe el café como el agua. Como si buscara saciar la sed. Evidentemente se le ha quedado corto y opta por destripar las servilletas de papel mientras lee el Marca. Nos parecemos tan poco que no hemos podido dejar de saludarnos. A él le importan demasiadas cosas, a mí casi ninguna. Supongo que somos complementarios e igualmente necesarios en el escenario de este bar, por ejemplo.

Me aferro a una servilleta con un ribete azul. Tengo la sensación de disponer del tiempo que me dure el café, quizá sea en este bar o nunca. Escribo un título. Es lo único seguro. Quisiera no tener la necesidad de escribir nada (ya lo hacen otros… y algunos muy bien), pero no puedo evitarlo, me ahogo de normalidad si no lo hago. Después ya no me importará lo escrito, lo parido. Las historias, los relatos, los versos… se independizan en cuanto cae el punto final sobre ellos y se van por ahí. Quien les dio palabras fue sólo un mediador elegido al azar. ¡Qué importa su nombre!.

El bisbiseo del principio se hace grito y el grito contracciones de un alumbramiento que no acaba de venir. Es un estado de incomodidad absoluta, de alerta continua, de lágrimas sueltas. Alzo la taza en busca del último sorbo. Tarda en bajar. Una gota es todo lo que me queda por estar aquí…  

El antiguo amigo se va, “adiós, que te vaya bien”. Las chicas se van, ¡qué paz!. El Tour ha terminado, un universo se desvanece… ¡creo que tengo la historia!.

Diario Palentino (27-7-2004)

 

La dictadura de la tontería

No me gusta usar la palabra “dictadura” arbitrariamente, porque emplearla cuando las circunstancias no lo merecen, es suavizar lo despreciativo que constituye su esencia. Sin embargo, cada vez son más (o así quiero creerlo) las voces que se levantan en contra de un poder con evidentes tintes dictatoriales. Su estrategia es perfecta: primeramente, valiéndose de la tendencia humana a la edulcoración, genera una necesidad y la convierte casi en vital, la necesidad implica dependencia y la dependencia sumisión.

Pero, ¿quién es ese siniestro dictador?. En el siglo dieciocho, el anti-cartesiano Giambattista Vico, promulgaba un método de investigación que combinaba la filosofía con la filología, ocupando esta última el primer momento en su método filosófico. La filología trataría, desde su punto de vista, de establecer las ideas, costumbres y formas de vida de los hombres; después la filosofía se propondría descubrir las verdades que brotan de las certezas filológicas. De este modo, si escarbamos en las palabras que amalgaman nuestros razonamientos y sentimientos, podríamos afirmar que el siglo que empieza viene representado por el prefijo tele- , “a distancia”. Ahora tele- vemos, tele- oímos, tele- hablamos, nos tele- comunicamos, tele- compramos… incluso, tele- amamos. La telemática ha perforado la sociedad desmenuzándola en un sinfín de hombres y mujeres dispersos, descohesionados, desorientados, deshumanizados. El prefijo tele- se convierte así, en el mejor exponente de una sociedad que “siente a distancia”, lejos “del otro”, desfigurando la necesidad afectiva de ese “otro próximo y afín”. Como no podía ser menos, el dictador es también partícipe del apéndice del que cuelga buena parte de nuestro vocabulario más habitual: Televisión.

No se trata, ni mucho menos, de despotricar contra la televisión como los “custodios de la religión verdadera” hicieran contra la imprenta por miedo a ver expandir la herejía, se trata de promover una educación que haga a los hombres libres y no súbditos de quereres prefabricados. De lo contrario, la vida del individuo se “rutiniza“ hasta dejar de pertenecerle y quedar reducido a un autómata social que no necesita del pensamiento para vivir. Cada paso de su vida queda perfectamente programado, al igual que su felicidad o su pena. La televisión se convierte así, en una especie de “becerro de oro” dictador de todos esos “se” impersonales que guiarán la conducta humana (“se dice”, “se hace”…), actuando a guisa de “cerebro común” capaz de razonar por todos a un tiempo. Si ”la sociedad es la gran desalmada”, como apuntaba Ortega, la televisión es su deformación.

La sustitución de la televisión por el diálogo, ya sea éste concebido en forma de conversación o de lectura, es renunciar a la búsqueda de la sabiduría, lo que, a su vez, supone no partir de nuestra singularidad en busca del otro, estancarnos, “cavernicolizarnos”. Desde ese estado de sumisión absoluta a los dictámenes de una moralidad cangrenada, la libertad pierde todo significado. La deliberación necesaria para poseer sentimientos puros, se torna tarea imposible porque el hombre tele- adicto vive enclaustrado en una caverna en la que no existe el contacto yo- tú, el diálogo; vive “a distancia” un mundo virtual que no experimenta.

Queda así constituido lo que yo denomino el pueblo de los “teléfagos”, los comedores de “tele“, sumidos en el mayor de los desconsuelos. Permanecen siempre “conectados” a ese mundo virtual que les saca del silencio, un silencio devastador en el que no pueden estar porque allí se encuentran cara a cara con el vacío que “lo virtual” dejó en ellos. Entonces hablan de “depresión” y buscan el consuelo lejos de la realidad, observando a esos “otros virtuales” que, desde su “privilegiada posición de unilateralidad”, parecen siempre más tontos e infelices que ellos o, “tan superiores” que solamente cabe la posibilidad de observarlos desde la inactividad. Este es el ambiente en el que muchos de nuestros jóvenes y niños están siendo educados, lejos de los auténticos valores humanos, sólo posibles de adquirir en la convivencia real. De la fuerza que opongamos al nuevo “gran dictador” y su perniciosa “tontería” dependerá su derrocamiento. Como, infatigablemente, defiende Emilio Lledó en contra de la aseveración heideggeriana: “el hombre es un ser para la muerte”, “el hombre es un ser para vivir”. La vida es siempre posibilidad, por eso somos libres. Aceptar la “rutinización interior” de lo que es la libertad es apagar el “fuego liberador”, permanecer en la caverna del espejismo, convertirnos en “sentados sociales”. No basta, pues, con observar el problema y callar. La inactividad es el caldo de cultivo que la “tele“ aprovecha para seguir haciendo prosélitos que “tele- viven” y se “tele- nutren” de ese engañoso manjar que, en vez de alimentar, ahueca los espíritus.

Diario Palentino (22-9-2003)

 

Monotonía vital

Cada rincón tiene su monotonía: monotonía de forma, monotonía de color, monotonía de cadencia… Es el latido vital percibiéndose lento en cada calle, en cada edificio, en cada recodo, en cada paisaje. Tan parsimonioso que, al lado de nuestro ritmo cardíaco de segundero, parece inmutable. Es el estar de las cosas haciendo de escenario para la representación de la tragedia humana. A veces, la monotonía de esos monstruos inanimados se desborda de sus límites de piedra y cala en la frágil carne. Nos invade entonces ese sentimiento de aburrimiento obsceno que hace de nuestra cotidianeidad vacío. Su encadenado efecto de pandemia extiende la monotonía a todos los órdenes de la percepción y las otras personas se hacen también monotonía dañina. Sus conversaciones, sus gestos, su constancia de rincón, termina por arrumbar cualquier atisbo de improvisación. Surge en ese instante la necesidad de alejamiento como antiséptico y liberación.

Sabedoras de estas “necesidades”, las agencias de viajes muestran sus tonalidades más atractivas en los escaparates: Egipto es una pirámide perfecta, con un radiante cielo añil de fondo en el que no caben nubes ni penas; El Caribe una tumbona y aguas verde turquesa imposibles de enturbiar… Incluso la pobreza más extremosa parece percibirse, tras los cristales, bajo el influjo de una banda sonora venida de no sé dónde, que la disfraza de belleza indolora.

Dos, cinco, siete días, pretenden ser suficientes para cruzar el océano Atlántico y conocer Méjico o Cuba, o para recorrer el corazón de la selva africana y, además, gracias a esto, regresar curado de redundancia. Es inevitable la evocación de las tres carabelas, o de aquellos aventureros de siglos pasados… pero su estampa pasa como el trayecto, veloz. De golpe la teoría de la relatividad parece sentirse en las propias carnes al cambiar la hora del reloj… Paradójicamente, la monotonía que intentaba dejarse atrás se materializa en una pesada maleta, casi siempre con un asa roto que incomoda extraordinariamente su transporte. Un turbador trajín se apodera de los turistas. El guía hace las veces de pastor y les muestra las veredas. Pero la lejanía de la monotonía habitual amedrenta a aquel “aventurero improvisado” y le sume en una dependencia “infantilizante”, en una ñoñez supina e hipocondríaca.

Desde las ventanillas de los hoteles y autobuses acondicionados, el exterior es percibido como una ficción inodora. La falta de interacción con el medio demarca dos mundos bien diferenciados: uno externo y hostil, el otro emburujado, pompa de atmósfera cargada. El único punto de encuentro entre ambos es el fino choque de miradas curiosas. Parece un zoológico abstracto en el que se confunden sitiadores, sitiados, observadores y observados.

El paseo de los turistas por esos paradisíacos rincones me despierta la imagen del astronauta, encorsetado en su escafandra y avanzando con ese paso medio inventado, no exento de cierta ridiculez. Cámara de fotos, cámara de vídeo, prismáticos, teléfono móvil, repelente de mosquitos, protección solar y demás equipamiento recuerdan que, a pesar de la parafernalia, en ningún momento se salió realmente de aquella monotonía primera. El viaje se hizo desde la constancia de siempre, sin percibir más alma que el traído. Quizá no se tuvo en cuenta que viajar es desplazamiento entre monotonías y que sólo participando de ellas es posible soportar la propia, la vital. Esta participación exige un tipo de viaje diferente, más pausado, más vagabundo, más sensible con cada rincón, más mochilero, más fotógrafo de esencias que de fotografías ya hechas, que son papel. Unas veces basta con sentarse en el lugar para sentirle, otras es necesario un acercamiento lento, de caminante, que vaya endureciendo el rostro en el transcurso del camino para que al llegar al rincón elegido, éste permita la fusión. De esta forma cada rincón visitado no quedará reducido al insulso: “muy bonito” que podría inventarse, incluso, para destinos no conocidos. Ahora es desde el lugar visitado desde donde se habla, que ya es rincón monótono de la ciudad que somos.

Diario Palentino (26-2-2004)

 

Tiempos de “banda” y “Ella”

En el asiento de atrás de un coche cualquiera, un niño cualquiera sujeta un caudal de lágrimas inmenso. El coche deja atrás el verano más intenso de su vida. Las ruedas se aplastan por la carga de ropa y nostalgia. Ya “refresca”. Las abuelas salen con rebeca a por el pan y los abuelos, metidos en tabardos viejos, caminan a tres patas hacia el mentidero… los campos yertos, las casas yertas, lumbre en la “hornacha” otra vez. Tras los cristales el “niño cualquiera” ve pasar los recuerdos de cada tarde en cada escondrijo… y llueven “culebrijas” que lo distorsionan todo. Un instante es una mirada tras una gota de lluvia que hace de lupa y agranda otro rincón, otro recuerdo insolente. Más ganas de llorar. De fondo la radio… que no dice nada, porque cualquier cosa es nada desde un barco que se va.

Aquel primer día de verano casi no existió ya, por lo lejano… Era una tarde de esas, que aún parecen de invierno, pero con el guiño pícaro del amarillo de las espigas llenas, que hacen del frío una broma para asustar un poco a los turistas. “Tener pueblo” sonaba a “tener reino” y la frase era repetida a los compañeros de colegio con la gravedad de un conquistador: “yo tengo pueblo, ¿sabes?”.

Por fin llegó. El comienzo del verano era un pueblo casi sin gente, que empieza a barajar lento ropajes de urbe y boinas de abuelos impacientes. Todo en la misma mano, a ritmo de taberna de lugar pequeño. El “niño cualquiera” apenas había dormido la noche anterior a la llegada. Ilusión pura. A primera hora salió con su bici impecable y con cara de ciudad. Todavía no era indio, ni la bici mustang. Todavía blancuzco y frágil, sin heridas ni remiendos… ni amores. Salió como un explorador, escudriñando las casas de sus amigos para ver de cuántos miembros disponía ya “la banda”; también pasó frente a la casa de Ella, para dejarse ver. Parecía la casa de una princesa, siempre con rosas en la repisa de las ventanas…

Cada año era como comenzar de cero otra vez. Los cambios físicos de la “banda” eran tan visibles que al principio costaba un poco familiarizarse con las nuevas estaturas de los componentes, cambios de voz o nuevas tendencias musicales y de atuendo contagiadas por la lejana ciudad. Pero bastaban unos pocos días para que el pueblo impusiera su ley y eclipsara todo lo demás. “Los mayores” se veían en otro plano dimensional, parecían dinosaurios atrapados en movimientos lentos y aburridos. La banda vivía en la calle, la mayor parte del tiempo a lomos de sus mustang, recorriendo vertederos para sacar las canicas de las bocas de las botellas de licor; construyendo casetas en los árboles; recorriendo a hurtadillas casas abandonadas o casi abandonadas; disfrutando con los primeros “tacos”, gritados en voz alta; merendando hortalizas que nunca comerían en la ciudad, recién robadas de alguna huerta, con sabor a tierra; asaltando morales y zarzas, espiando a las bandas más mayores, como queriendo adivinar lo que harían ellos mismos en próximos veranos… Y en el medio Ella, envuelta en ese silencio infranqueable de divinidad. Ella, síntesis del poder de la naturaleza en una niña rubia de ojos glaucos y voz de princesa de cuento. ¡Ella!, ¡Ella!, se repite ese “niño cualquiera” dentro de ese coche cualquiera que se va, como un ataúd que cae… hasta el próximo verano o hasta nunca. ¡Cómo no llorar!, ¡cómo no sufrir!… si apenas le ha hablado, cuando todas las palabras eran para ella. ¡Maldita timidez paralizante!. Un “te quiero” mantenido, secreto y sublime, por lo infantil, inunda el mundo, el coche y la cabeza del niño, haciendo del vehículo un incómodo lugar de encuentro de dimensiones. La madre mira hacia atrás, pero se calla, quizá intuyéndolo todo o recordándolo todo. El indio, el niño, no puede hablar, porque las lágrimas reprimidas se le han enquistado en la garganta transformándosele en algo con forma de nuez…

Un coche más avanza por una carretera infectada de vehículos.

Hoy, no sé muy bien porqué, como casi siempre, escuchando esa balada lluviosa y mágica de los “Guns and Roses”: “November rain”, han resonado en mí aquellos “tiempos de banda y Ella” y he envidiado a los niños que comienzan ahora sus felices “vacaciones de pueblo”… espero que ninguno lea esto y descubra que hubo otros niños enamorados y otras bandas de indios y dejen de sentir como únicas sus experiencias.

Hoy, no sé porqué nada me importa, como antaño; todo me parece lo mismo, las noticias ya me las sé, y hace tanto calor… que necesito entregarme a estos sentimientos para sobrevivir. Quizá por eso me vino todo esto (y más que no cabe)… y aquí encima lo dejo, entre tantos datos, números y demás “cosas importantes”… aun sabiendo que se lo llevará el viento.

Diario Palentino (7-7-2004)

 

Puntos

Cada frase necesita de un punto que la de contorno, límite, cuerpo. De lo contrario, su esencia se disuelve en palabras cada vez más autónomas y dispersas, que inventan sus propios signos de puntuación y perforan el sentido oracional.

Hace unos días, paseando por esa frase enorme que son Las Ramblas, adjetivada hasta el barroquismo, intuía un poema que conjugaba a ésta con la frase de “zapato de domingo” que escribe nuestra Calle Mayor. A falta de columnas que constataran mi movimiento, posé la mirada en una bonita estatua, aparentemente de bronce. Era un varón ataviado al modo decimonónico: sombrero de copa, bastón, bigote y gabán. Una veintena de personas hacían un alto en su garbeo y le contemplaban atónitos. A sus pies, un pequeño cazo pintado del mismo color broncíneo, era el monedero en el que los espectadores más limosneros dejaban su dádiva. Entonces advertí que se trataba de una estatua humana. Nunca había visto una tan perfecta. Tan sólo el repiqueteo de monedas sobre monedas me hacía creíble que tras aquella imagen hubiera un hombre de carne y hueso. No parpadeaba, ni respiraba, ni mostraba indicio alguno de humanidad. Su quietud era absoluta. Al rato percibí cómo el estatismo se había apoderado de la movilidad de los viandantes hasta convertirles también a ellos en estatuas humanas. Parecían haber encontrado el sosiego después de una frase leída sin aire. De fondo Barcelona. De fondo todas las ciudades a la vez, como frases sucediéndose sin puntos… entrando a raudales en cada “yo”.

Sumido en el ensimismamiento recordé el extraordinario cuento de Julio Cortázar, “El Axolotl”, en el que a través de la contemplación de un extraño pez (un axolotl), un hombre se convierte en axolotl. Quizá algunas de aquellas almas expectantes transmigraran también a aquel pensamiento de estatua y se observaran a sí mismas desde la calma. Yo lo hice y reí de mí y de mi absurdo (¡me imaginaba más alto y apuesto…!). Desde aquellos ojos de pez y de estatua miré al grupo. Los humanos se veían feos. La carne se mezclaba con el plástico de sus móviles, con los cristales de sus gafas y el metal de sus abalorios … haciendo de ellos (de nosotros) seres extraños. Se me antojaba una especie a medio hacer, como un anfibio en que se confunden patas y aletas, como una foca, como un renacuajo, a caballo entre el agua y la tierra, como un eslabón entre lo simiesco y lo androide.

Cuando Pascal afirmaba que toda la desdicha de los hombres viene de no saber permanecer en reposo en una habitación, estaba apuntando al temor de enfrentarnos con ese “anfibio” incómodo de mirar que somos… con nuestra propia lectura. Para compensarlo nos empeñamos en la búsqueda de distracciones continuas que nos mantengan constantemente entretenidos: movimiento acelerado. Máquinas, hambre, risa, política, dinero, terrorismo, moda, coches, una hora, un minuto, un segundo, un fax… todo se sucede a tal velocidad que a duras penas puede asimilarse sin perder la noble capacidad humana del raciocinio. La consecuencia es la fatiga. La fatiga lleva a la resignación y la resignación desemboca en esa risa sin goce, medio de uno, medio de nadie, que hace sentirse objeto de una burla universal: el absurdo. Puedo admitir la absurdidad como filosofía, o como soporte inexplicable e ineludible de nuestra existencia, pero sólo como consecuencia de una reflexión previa que justifique tal conclusión. Entregarse a aforismos típicos sin más, sin un proceso de interiorización que lo corrobore, es hablar sin la “puntuación” debida.

Ante esta vida acelerada está la posibilidad de descanso en uno mismo referida por Ortega. Pero esta lectura pausada de uno mismo requiere un esfuerzo personal: una “pausa de habitación, folio en blanco y soledad” donde establecer los signos de puntuación necesarios para dar sentido (o algún sentido respetable) al torrente externo que nos anega y anula. Sólo así será posible generar un criterio propio que nos permita sentir la verdadera libertad: soportarnos a solas.

Pasados unos minutos la estatua (que había sido punto), se movió y nos hizo mover a todos. Resultaba obscena su humanidad. Después bebió agua y relajó el rostro con muecas compulsivas… mostrando también su absurdo e iniciando una nueva frase.

Diario Palentino (12-5-2004)

 

RECUERDOS  VAGAMUNDOS

Hace años, siendo niño, fui lazarillo de un viejo ciego y loco. De su mano, y el de la mía, recorrimos tantos parajes como puede albergar el recuerdo. Es éste precisamente quien hoy se sirve del jugoso sabor del lechazo churro y me devuelve a tierras de El Cerrato*. Cuando los pies ya se habían hecho al llano venía la cuesta, suave y ligera, pero constante como el vaivén de la espiga. Y de entre la encina y el roble enciniego, surgían como de la nada desordenados eriales que al poco de mirarles lindaban ya con algún sembrado.

Por aquel entonces venía el frío, siempre impaciente. Invierno castellano y crudo, de carácter seco y cortante que arruga la mirada y la hace profunda. La tarde parecía noche por lo encapotada y plomiza. Paramos en Baños. El viejo exhausto pero sin frío, yo al contrario. Apoyamos las espaldas en la vetusta piedra de su basílica visigoda, rechoncha y a la vez robusta como las patas de una acémila. Después el viejo vació la bota y me mandó a  llenarla abajo, al manantial, donde decían que el agua era medicinal. Así lo creímos ambos y bebimos hasta hartarnos. Luego el ciego me dio algo de queso y pan y me habló de conquistas y arcanas historias, no sé si ciertas todas.

Amanecimos blancos, todo lo era. La nieve siempre con esa altivez de diosa que nos hace súbditos. Los perros no tenían frío y mantenían sus ademanes. Las personas se enroscaban sobre sus columnas caminando ligeras, la mayoría cargaban con manojos de leña o calderos de leche…

Tras desperezarnos, agradecimos al cielo el habernos respetado en las jornadas anteriores al cruzar tan parsimoniosos aquel tramo de monte, según el viejo, extremo nororiental de Los montes Torozos, un páramo calcáreo recortado en su vertiente oriental por los ríos Pisuerga y Carrión que originariamente pertenecía al alfoz de Dueñas. Fue un milagro la salida de aquel laberinto.

Partimos pronto, con la intención de llegar a Palencia, el viejo quería cambiar algunas piezas de plata que llevaba siempre encima antes de que se clausurara la Casa de la moneda de dicha localidad. Corría el año 1471 y al parecer, ante la multiplicidad de acuñaciones y la gran variedad de monedas existentes de diferentes pesos y leyes, la moneda falsificada y la proveniente de otros países, colocaba en situación pésima a la moneda castellana. La reducción de cecas era un hecho y Palencia salía desfavorecida.

Las alpargatas buscaban solas el sendero, casi invisible por la blancura, el viejo me advertía una y mil veces que “abriera bien el ojo” al elegir rumbo, sobre todo en los cruces de caminos. El bosque seguía presente, aunque menos impetuoso. El crecimiento de la población había llevado a la roturación de la mayor parte de los valles y ya avanzaba por el páramo. A punto ya de notarse mi nueva desorientación nos cruzamos con un tal Salomón Touy, caballero de verbo fácil, arrendador y judío, detalle que en ningún momento se le pasó por alto al ciego, que presumía de castellano viejo. A mí me daba lo mismo judío que sarraceno, con tal de que nos pusiera en la buena ruta. Hablaba en tono afable, algo cargante quizá, y al percatarse de las ideas del viejo apresuró su marcha y desapareció. Pero al poco la suerte nos volvió a salir al paso. Un carro repleto de leña nos acogió en su húmedo regazo. El conductor era un hombre de rostro hosco y manos inmensas. Rodrigo de Mata era su nombre y trapero su profesión. Iba enojado, todo lo contrario al anterior, su único tema de conversación era la leña. El retroceso del monte había hecho necesaria la limitación de la explotación y el concejo de Palencia se veía obligado a dictar continuas prohibiciones. Para evitar fraudes se establecían fuertes penas para quienes trajesen o cortasen leña de noche, la metiesen en la ciudad por otra puerta o cortasen las pequeñas ramas para aprovechar sólo el tronco. Rodrigo nos contaba iracundo que no hace mucho tuvo que pagar un pleito de sesenta maravedís por una carretada extraída de una parte del monte dehesada, según él, mal señalizada al drede para provocar la falta. Pronto hizo buenas migas con mi mentor, adorador de la crítica fácil y ciega. La carreta adelantó a Salomón y con gestos le saludé discreto. Mis dos acompañantes le mandaron al carajo.

Tenía las orejas heladas y hambre, como no. En el trayecto dejábamos atrás numerosas casillas o cuadras que violaban obscenas el espacio del bosque y hacían presumir un continuo trasiego de cabaña ganadera entre los valles y el páramo. El trayecto terminó en Calabazanos, “el lugar de las calabazas”. Allí paró Rodrigo y allí le vimos por última vez.

Desde lejos nos llegaba un rítmico susurro, como caído de una canción. La gélida brisa hacía de  pentagrama por el que desfilaban cantarines las palabras de un poeta: …Texos eran sus frutales, e sus prados pedernales, e buhos los que cantauan, cuyas bozes denotauan los aduenideros males…”. Poseídos por la musicalidad andamos unos metros hasta dar con el cantor. Ciego y mendigo también. Apoyaba su enjuto cuerpo sobre la hornacina gótica de un bello monasterio.  El viejo le miró sin ver y quitándole importancia me dijo que se trataba de unos versos de Gómez Manrrique, baluarte del  pueblo al igual que su familia, y no suyos. Pero el otro no calló, y después, sintiéndose escuchado nos recitó otras coplas que hablaban del lugar. Recuerdo que habló de doña Leonor, mujer de Don Pedro Manrrique (IV), fundadora del convento en 1458 y muerta un año atrás, en el 1470. Habló del Adelantado Don Pedro Manrrique que al parecer había comprado por cien maravedís la casa fuerte y la aldea de Calabazanos junto con otras propiedades en Palencia, allá, en el lejano 1366, y que no siempre fueron monjas, que unos treinta años atrás fueron monjes benedictinos los que moraron allí nueve años, y qué sé yo cuanto más…Yo gozaba escuchando, pero el viejo no me dejaba, porque decía que eran boberías, y que sus coplas eran mejores y estaban mejor cantadas. Ilustres ojos verían después aquellas piedras, antojo hecho ya deseo en el  lejano testamento de don Diego Gómez Manrrique en el que dona Calabazanos para que se haga un Monasterio de Monjas de Santa Clara: que sean hasta cuarenta.. y seis capellanes… y que al no tener allí viñas, se las dé las que heredó de Amusco y las que compró en Amayuelas de Suso y de Yuso y se venda su parte de Amusco… para poblamientos e ornamentos del monasterio”. Allí se casaría también don Álvaro de Luna. Allí descansaría la reina Isabel la Católica, y le llamarían el “escorial del adobe”, pero eso, lo supe algún siglo después, siendo lazarillo de otro ciego, viejo y loco también.

A eso del medio día partimos como poseídos por un extraño influjo que parecía sueño. Caminamos mudos, escuchando la monotonía de nuestro paso y la sinceridad de la brisa, cada vez más secularizada y profana. Así llegamos a Villamuriel. Alguien había fallecido. El tañido de las campanas era tan lento y hondo que parecía advertirnos de la brevedad de la vida. Nos persignamos a un tiempo. Frente a nosotros se alzaba una sencilla iglesia, sobria pero poseedora aún de la firmeza que en ella dejaron los caballeros templarios de antaño. Santa María la Mayor, protogótica del siglo XIII, aunque reformada después por el obispo Pedro de Castilla. Serenidad y resignación. “La muerte es un hecho natural que a ninguno perdona”. La misa fue cantada, y la tumba embellecida por un “lociello” que recordaría a los vivos su paso por este mundo, lo que me hizo suponer que el difunto no perteneció a los comunes, quizá fuera un caballero, o un bachiller adinerado empeñado en iluminar su alma con el  brillo del dinero.

Dormimos en una porqueriza, con otros vagabundos. Entre ellos un niño rubio jugueteaba con dos monedas, un “alfonsos” y un “cuartillo de vellón”, en cuyo reverso figuraba: “ENRICVS REX CASTE”. Un hombre mayor con su misma expresión le enseñaba como manejarlas, pronto comprendí que aquello no sólo era un juego y que probablemente, de la pericia en el manejo de las mismas dependía su sustento. Ya entrada la noche, sin tensiones, mientras los hombres suspiraban y se quejaban de la vida, me acerqué al niño y le pedí que me enseñara. Sus dedos parecían gorriones espantados y lo único que pude aprender fue su nombre, Quirce.

Al día siguiente llegamos a Palencia. Su color era el de una ciudad próspera y en continuo crecimiento. La urbe se desparramaba hacia el sur y el este. El frío parecía menguar a medida que explorábamos las calles. Pasamos por el barrio de La Puebla, donde se concentraba la mayor parte de la actividad manufacturera enfocada a la fabricación de paños. Tejedores, tundidores, pellejeros y demás artesanos monopolizaban la zona. Las iglesias sobresalían de entre las casas como gigantes mudos de piedra. Cada una mirando hacia el cielo con el talante que le dio su época. El  poder del clero parecía evidente. A los pies de cada gigante se definían los barrios. San Pablo, San Miguel, San Francisco, San Lázaro… y a los pies de cada barrio sus gentes, y a los pies de ellos mi recuerdo, que se apaga como el lechazo que me llevó a esas tierras y que sin duda me volverá a llevar cada vez que le haga mío…


* Topónimo antiguo de origen romance, “zerrato”, que a su vez es derivado del latino “cirratus”, que significa comarca, lugar o las tierras onduladas o montañosas dominadas por cerros (cerrales).

Revista. Palencia Turística. JCyL. Enero 2001

 

Königsberg, 12 de Febrero de 1804

El final es la mirada acomodada en un punto, en una grieta, en la beta de una puerta, en unos ojos que se alejan… nada más. Así fue también aquella noche. Cuentan que el mermado cuerpo de Immanuel Kant tuvo su última necesidad alrededor de la una de la madrugada: su asistente le acercó una cucharilla con agua azucarada, pero aquellos flácidos labios apenas pudieron retenerla y la mayor parte se derramó por su barbilla. El sirviente volvió nuevamente a intentarlo, fue entonces cuando la voz casi ininteligible del desahuciado pronunció su última palabra: ¡basta!. A la mañana siguiente murió… el reloj, riguroso e inconmovible, tocaba las once.

Hoy, doscientos años después de aquel suceso, el resplandor del pensamiento kantiano sigue filtrándose en las páginas de todos los campos del conocimiento. Son tantas las parcelas por las que diseminó su semilla, que siempre parecen quedar frutos por recoger (con razón Ernesto Sábato le apoda “Gengis Kant”, añadiendo: su pensamiento asoló Europa). Leamos el epitafio que encabeza su tumba, donde hoy quiero depositar esta humilde flor de palabras: “… el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí …” . Basta con este epígrafe para percibir el epicentro sobre el que hace girar todo su sistema filosófico: ese “mí” sólido e imperturbable.

Al igual que hiciera Copérnico en el siglo dieciséis con su planteamiento heliocéntrico, alterando así la perspectiva del universo, Kant, en lo referente al problema del conocimiento, hace también su particular “giro copernicano” al dar a nuestra propia conciencia la capacidad de moldear el mundo que nos rodea. “No solo es la conciencia la que se adapta a las cosas. Las cosas también se adaptan a nuestra conciencia”. Con esto no quiere decir que el espíritu humano cree las cosas con solo pensarlas sino que, de la misma manera que el agua ha de adaptarse a la forma del recipiente que lo retiene, las cosas que percibimos no pueden ser objetos de nuestro conocimiento más que en la medida en que se adaptan a ciertas condiciones a priori de nuestra mente puestas por el sujeto, por el . Por tanto, lo que yo puedo conocer son las cosas en mí, o para mí y no las cosas en sí que se escapan de los límites de la razón. Con el idealismo trascendental de Kant, racionalismo y empirismo dejan de ser dos corrientes enfrentadas para formar parte de un mismo sistema.

Este espíritu activo infundido en el hombre se corresponde con el espíritu ilustrado de la época. Si tenemos en cuenta el paralelismo entre la ontogénesis y la filogénesis (teoría de la recapitulación) podemos decir que en el siglo dieciocho el hombre europeo se ve sumido en una revolución hormonal propia de la adolescencia, en una mocedad necesitada de emancipación y libertad. Al grito de ¡Sapere aude! (¡atrévete a saber! o ¡ten valor de servirte de tu propio entendimiento!) se arremete contra el poder de las viejas autoridades y contra el orden tradicional de los privilegios hereditarios, pero sobre todo contra la ignorancia y la sinrazón, auténticas culpables de la incapacidad del ser humano para liberarse. Únicamente mediante el uso del conocimiento y la difusión de la cultura, podrían solucionarse los problemas de los hombres. Así, de la mano de la ilustración, surge un nuevo humanismo que lucha por los derechos humanos, ovillo del que saldrían las actuales democracias.

En este ambiente convulso e inquieto, Kant es consciente de la necesidad práctica de la filosofía, ésta no puede permanecer solamente como cuerpo teórico en las mentes de sabios ensimismados en sus propias especulaciones, al modo de aquellos habitantes de la isla flotante de Laputa (“Viajes de Gulliver”). La filosofía requiere una aplicación práctica, para ello subraya la labor moral de la razón. De esta forma aquel “mí” central y “solar” del que hablábamos sale ahora de su individualidad y se convierte en un “mí” trascendental, común a todos los “mí”. ¿Cómo?. Creando, cada uno de nosotros, las leyes que dobleguen nuestros actos. Ahora bien, esta forma de legitimación autónoma lleva implícita una exigencia, un deber: que mi modo de actuar pueda convertirse en ley universal (he aquí su célebre imperativo categórico) y además que las personas sean tratadas como fines en sí mismas, no como medios para conseguir mi propia satisfacción. Deber, ley y libertad se entretejen así como hebras de un mismo cordón: el hombre es libre cuando cumple con su deber (ética de la obligación) o, al menos, cuando lo intenta realmente (ética de la intención). Este modo de actuación según la ley moral es, para Kant, lo que hará posible que el hombre se integre en una comunidad humana donde ningún ser humano sea instrumentalizado, una convivencia moral de hombres libres. La importancia que Kant dio a la consecución de tales fines hace que el ser filósofo tenga más que ver con la obligación que con la vocación.

La sobriedad y rigor de los escritos kantianos, a diferencia de otros autores, que hacen de sus obras auténticos dulces para el entendimiento, sumerge al lector en una especie de oscura “nave industrial” repleta de pasillos, escaleras y salas al modo kafkiano, cuyo recorrido parece imposible. Sin embargo, la fatiga inicial se torna satisfacción cuando la mano toca con el interruptor y todo el recinto queda iluminado: su estructura es perfecta. Sólo entonces el cuerpo es consciente de que ningún dulce puede sustituir ese estado de plenitud de un cuerpo bien alimentado.

Diario Palentino (7-2-2004)

 

Crotoreo existencial

Algo tienen las cigüeñas de paseantes ociosos, con ese aspecto chepudo que dan las manos a la espalda en una tarde de asueto. Algo tienen de bohemias, que sortean las agujas de las catedrales como si fuesen las líneas negras que separan los adoquines de la calle. A sus pies las cosas humanas dejándose caer, la gestación de otro otoño, una mirada sin fondo, un regreso, un pensamiento… “¡pobres seres desplumados, condenados a no volar!”, parecen pensar desde arriba… Algo tienen también de diosas, siempre encogidas de hombros, regalando libertad. Están en todas partes. Las veo incluso en la gente recién incorporada a la “cotidianeidad”, al esquivar los primeros charcos con esa zancada de zancuda, cabizbaja y perezosa. Su esquema me trastorna, por lo sencillo, pero me embelesa. Dos palos y un pico. Dos palos y un pico en lo más alto, rematando cualquier alarde arquitectónico, alargando cualquier edificio hasta lo gótico; dos palos y un pico bajo la lluvia, aguantando el chaparrón como espectros de otro mundo, dos palos y un pico como respuesta a cualquier mirada ávida de respuestas. Necesito mirarlas para saber que hay algo más, fuera de ese eterno retorno a las horas invernales, detrás de todo lo visible.

            Todas las noches, alrededor de las cinco de la madrugada, recibo en mi habitación el castañeo de esas gigantes aladas. El silencio de la noche multiplica la percusión. Intento traducirla. Unas veces se me antoja queja, otras risa, otras verso, otras castañeo de folclóricas trasnochadoras. Pero, en ocasiones como ésta, la cigüeña se hace cuervo y penetra en mi estancia removiendo la aciaga atmósfera con su aleteo. Luego se posa en el umbral de la puerta, sobre un busto de Palas imaginario. Me basta un segundo para reconocerlo. Es el cuervo de Poe, escapado de su poema para incordiarme también a mí. No pregunto, pero él, intuyendo mi duda responde lo esperado: “nunca más”. La cigüeña, o el cuervo, o el miedo, me hacen un rebujo sobre la cama y temo no poder enfrentar el día que vendrá. Dos palos, un pico y ese “nunca más” es la respuesta sin sentido que doblega cualquier razonamiento. El tableteo está ya dentro de la habitación, adueñándose absolutamente de la oscuridad que me guarda. En un estallido de cordura me incorporo y me lanzo sobre la enciclopedia. “Crotorar”, así se llama ese peculiar sonido que emiten las cigüeñas con sus picos. No sé porqué no lo supe antes. Me siento bien por el descubrimiento. Hubiera acabado llamándolo graznido de no haber sido por aquel arrojo que me hizo incorporar. Luego otra vez esa extraña penumbra. Dicen que se pasará, que es el volver a integrarse en eso que llaman “normalidad”. No lo sé… se dicen tantas cosas. Por mi parte, de momento, prefiero mantenerme así, invadido por este indefinido sentimiento de zozobra que me hace parecer tristón. Es lo más sensato. No comprendo el empeño por tapar estos momentos de “tristeza existencial”. No comprendo esa exigencia de carcajada continua. Hace que todo parezca una gran farsa. Quizá eso sea la civilización, una continua mascarada de miserias, el disimulo de una gran tragedia. Reivindico, por tanto, mi necesidad de aflicción. A veces es tan necesaria como la risa.

Abro la ventana. Ya no calienta. El “fresco” es mejor para pensar. Escucho otra vez el crotoreo e intento, nuevamente, leer en sus líneas el significado de mi desconsuelo. La cigüeña (o cuervo) y yo, nos sumimos en los abismos de una misma noche. Ella parece saberlo todo y sigue cantando, yo no sé nada y me recreo en su trova hechicera. Entiendo entonces que la pena trasciende el simple tedio de la rutina. Es algo más. Entiendo entonces que esa pena, aparentemente injustificada tiene que ver con el desconocimiento; con la ansiedad de saber que viajar hacia el norte me aleja del sur… Es la tristeza de la no ubicuidad, de la ignorancia de esas galaxias que aún no conocerán nuestros bisnietos… Es el seguir sin comprender por qué nacer resulta tan necesario y morir tan absurdo… y sin embargo, me da la sensación de que es precisamente esa melancolía, pena, tristeza, suspiro o como quiera llamársele a este sentimiento otoñal, mi única opción de existencia. Unas veces estará en silencio y lo llamaré alegría o serenidad o vaya usted a saber… otras se manifestará en forma de cuervo parlante o cigüeña o… quién sabe qué.

Diario Palentino (11-9-2004)

 

                                                     

LA MUERTE    

                                            “La muerte […] nos convierte a la fuerza en […] seres pensantes” (F. Savater)  

Memento mori

La finitud, de manera más o menos velada, es el principal condicionante de nuestra forma de vida. La distancia entre la primera intuición de proximidad del final y éste, activa unas coordenadas dimensionales que destacan al individuo particular sobre la abstracta muerte ajena y le someten a la incomodadora compañía del memento mori.

A diferencia de nuestro tiempo, en el que la amplitud de los márgenes de la existencia nos dota de una serenidad permisiva con demoras y equivocaciones otrora mortales, la posibilidad de alcanzar en la Edad Media una edad superior a “treinta años”[1] constituía un privilegio reservado para muy pocos. Si bien es cierto que la esperanza de vida aumentaba entre las clases privilegiadas, la diferencia con la de los campesinos no era de destacar, ya que las dietas de aquéllos, caracterizadas por grandes cantidades de vino y un companagium[2] de abundante carne, no era mucho más saludable que la de los otros, constituida básicamente por vegetales, productos lácteos, cerveza (en el norte de los Alpes principalmente) o vino flojo (más común en el ámbito mediterráneo).

Esta continua inminencia del final configuraba unas categorías especiales en los individuos, que aceptaban la brevedad de la vida y el óbito con singular templanza[3], como parte del orden de la naturaleza (lo que no es óbice para preguntarnos con Michell Vovelle[4], si alguna vez la muerte puede ser plenamente aceptada como algo natural). No obstante, sírvanos como ejemplo gráfico de esa actitud referida, la de las estatuas yacentes del siglo XII, en las que “el muerto era representado con los brazos extendidos en la actitud del orante”[5]. Por tanto, a pesar de la manida idea del dramatismo permanente de la muerte en la Edad Media, no siempre fue así. “El tránsito a la otra vida, durante buena parte del Medievo, aunque siempre doloroso, nunca había ido acompañado de caracteres macabros”[6]. A tal condición contribuía la filosofía imperante hasta el siglo XIII, inmersa en la inspiración platónica reavivada por el cristianismo agustiniano. Ésta entendía que el mal físico, la muerte y la enfermedad, eran consecuencia del quebranto de la ley natural, del pecado original[7]. De este modo, aunque tales circunstancias escapasen a nuestro limitado entendimiento, posibilitarían a través de la fe, el disfrute de un bien subyacente: la purificación a través del dolor, a imagen y semejanza del sacrificio de Jesucristo.

El “teatro de la muerte”, como ha sido definido por algunos autores para compendiar toda la parafernalia que acompaña al enterramiento[8], surge en el último tramo de la Edad Media, donde la muerte es “humanizada” y se populariza la imagen de momias y esqueletos animados. Posteriormente se le añade el rasgo de la ceguedad: “[…] En los ciclos apocalípticos de las fachadas occidentales de Nuestra Señora de París, Amiens y Reims… una horrenda mujer con los ojos vendados (la Muerte) aparece en el acto de arrancar las entrañas a su víctima”[9].

Pero, la muerte tenía un precio

Otra de las fuentes que nos acercan al “universo mental y espiritual” que rodea a la muerte son los testamentos (conservados en los Fondos Notariales). Desde mediados del siglo XIII, coincidiendo con esa tendencia al paroxismo, se observan algunas modificaciones en las exequias, así como un notable incremento de la práctica testamentaria, que afecta a todos los estratos de la sociedad[10]. “La Iglesia fue una de las grandes impulsoras de este auge, ya que a través de [los testamentos] atraía un buen número de donaciones y limosnas, a la par que conseguía que sus fieles se preparasen mejor para la vida ultraterrena”[11] El testamento se convierte de este modo en una pieza fundamental para afrontar el tránsito al otro mundo con las mayores garantías posibles. Era “el complemento de la confesión [de modo que] morir intestado o sin confesión eran expresiones en muchos casos sinónimas”[12]. Esto queda reflejado en la estructura bipolarizada de dichos documentos, consistente en una primera parte que alude a las citadas disquisiciones espirituales; y una segunda, en la que se especifican de manera clara “las disposiciones de orden material, para que, al prefigurar el reparto del patrimonio y bienes temporales, se asegure una pacífica transmisión hereditaria y […] desaparezcan o se reduzcan las más que posibles reyertas y discordias familiares”[13].

Pero la muerte tenía también importantes consecuencias sobre la actividad económica de la época: el rendimiento efectivo de los individuos caía aproximadamente por debajo del cincuenta por ciento, y la edad laboral debía adelantarse al máximo, obligando a incorporarse al trabajo a los niños a partir de edades muy tempranas.

Aunque alrededor de los siglos X y XI, con el aumento de las tierras cultivadas y la paulatina mejoría de las condiciones alimentarias, la población europea había comenzado a crecer, llegando a alcanzar una cifra de unos “cuarenta millones de habitantes”[14], seguían siendo habituales las disenterías, la lepra, el ergotismo o “fuego de San Antonio” (producido por la ingestión del pan del cornezuelo de centeno), la tuberculosis (“peste blanca”) y otras muchas enfermedades contagiosas. A éstas hay que añadir la gran mortandad femenina derivada del momento del parto, hecho que unido a las enfermedades y las duras condiciones de trabajo en el campo llegó a reducir visiblemente el número de mujeres en relación al de varones.

“Muchas veces nace la enfermedad del mismo remedio” (Baltasar Gracián)

No obstante, el proceso de producción de la vida material, iba derivando los deseos comunes de prolongación de la propia existencia y de mejora de las condiciones vitales en el ardid de la agrupación en ciudades, lo que determinaba cambios no sólo en la vida social y política, sino también en la espiritual. Dentro de estos centros urbanos convergerían algunas de las opciones más eficaces para facilitar las relaciones del hombre con la naturaleza, que se verán materializadas en la consolidación de diferentes gremios. Surgen en este ámbito centros muy relevantes, como es el caso de la escuela de Salerno[15] para el renacimiento de la medicina occidental. A esta nueva perspectiva basada en el conocimiento de la physis contribuye de manera crucial la penetración en el siglo XII de la filosofía aristotélica[16], que revalorizó el conocimiento sensorial como acceso a todo conocimiento y promovió la observación directa[17] y la experimentación. En esta línea, la tesis averroísta de la doble verdad, con su diferenciación entre verdades de fe (teológía) y verdades de razón (filosofía), comenzaba a dotar a la razón, valga la redundancia, de una cierta autonomía respecto de las concepciones teológicas.

En el siglo XIV, las graves alteraciones meteorológicas[18] provocaron una dura situación de carestía que debilitó las defensas biológicas de la población y facilitó los contagios y las epidemias, de entre las que destacó la peste negra, para la que no existía mejor prevención que la huída de las sucias y sépticas ciudades, paradójicamente, caldo de cultivo del mal. De los más de veinte 20 opúsculos escritos en diferentes lugares durante los años de la Peste Negra pueden extraerse las características propias del modus operandi de la medicina bajomedieval: “un acercamiento sistemático a los problemas de los síntomas, curso, causas, transmisión, prevención y curación, en los que se observa la combinación de una especulación intensa basada sobre causas que ya no se aceptan [en el siglo XXI, aunque] con ideas muy acertadas […]”[19]. Esto nos lleva al drama de los médicos medievales (y, por extensión, a toda la población): la impotencia de compensar el diagnóstico con la cura. Sin embargo, a pesar de la falta de conciencia de eficacia médica, “cuajó la creencia de que los profesionales de la medicina y la cirugía tenían algo que ofrecer a sus pacientes”[20]. Esta incipiente confianza del hombre en sí mismo pronto se vería encarnada en la mano de algunos adelantados, para derribar la tapia que cercaba aquella naturaleza a medio explorar que dejaron los antiguos presocráticos.

 

BIBLIOGRAFÍA

ARIÈS, Philippe. Historia de la muerte en Occidente. EL Acantilado. Barcelona, 2000.

ARIÈS, Philippe y DUBY, Georges. Historia de la vida privada 2. Taurus, Madrid, 1991.

BALDÓ ALCOZ, Julia; GARCÍA DE LA BORBOLLA, Ángeles; PAVÓN BENITO, Julia. (Universidad de Navarra) “Registrar la muerte (1381-1512). Un análisis de testamentos y mandas pías contenidos en los protocolos notariales navarros”. Hispania, LXV/1, núm. 219 (2005).

BLANCO, Ángel. La peste negra. Anaya, Madrid, 1988. Cuadernos de Historia 16. Nº 193

CARRERAS, A; MITRES, E; VALDEÓN, J. “La Peste Negra”

CROMBIE, A.C. Historia de la Ciencia: De San Agustín a Galileo/ 1 Siglos V-XIII. Alianza Universidad, Madrid, 1996.

DEL CAMPO GUTIÉRREZ, A. “El Libro de Testamentos de 1384-1407 del notario Vicente de Rodilla”. Institución Fernando el Católico (C. S. I. C.) Excma. Diputación de Zaragoza. Zaragoza, 2011

FERRATER MORA, J. Diccionario de Filosofía. Ariel. Barcelona, 1998.

GARCÍA BARRENO, Pedro. “La medicina medieval (1100 – 1500)”, en Ciencia y cultura en la Edad Media. ACTAS VIII y X. Canarias, noviembre de 2007.

GARCÍA VALDÉS, Alberto. Historia de la Medicina, Ed. Interamericana, Madrid, 1987.

PORTER, Roy. Breve Historia de la Medicina. Taurus, Madrid, 2003.

SAN AGUSTÍN. La Ciudad de Dios La Ciudad de Dios, Editorial Tecnos, Madrid, 2007.

VALDEÓN, Julio. “Vida cotidiana en la E. Media”. Cuadernos de Historia 16. Nº 193.

VOVELLE, Michell. Ideologías y mentalidades. Editorial Ariel. Barcelona 1985.

[1] BLANCO, Ángel. La peste negra. Anaya, Madrid, 1988, P. 18.

[2] Todo aquello que acompañaba al pan.

[3] Lo que Philippe Ariès denomina en Historia de la muerte en Occidente, “muerte domesticada”.

[4] VOVELLE, Michell. Ideologías y mentalidades. Editorial Ariel. Barcelona 1985, P. 103.

[5] ARIÈS, Philippe. Historia de la Muerte en Occidente. El Acantilado. Barcelona, 2000. P. 29.

[6] VALDEÓN, Julio. Vida cotidiana en la E. Media. Cuadernos de Historia 16. Nº 193. P.28

[7]San Agustín. La Ciudad de Dios La Ciudad de Dios, Editorial Tecnos, Madrid, 2007. Libro XIV (El desorden de las pasiones, pena del pecado), capítulo XV: “¿[…] qué cosa es la miseria del hombre sino padecer contra sí mismo la desobediencia de sí mismo […]?”

[8] VALDEÓN, Julio. Vida cotidiana en la E. Media. Cuadernos de Historia 16. Nº 193. P. 30. El “Tiempo de la muerte” terminaba con el primer aniversario del fallecimiento, lo que permitía a su vez dejar el luto (normalmente consistente en el uso del blanco, reservándose el negro para la aristocracia).

[9] REVILLA, Federico. Diccionario de iconografía y simbología. Editorial Cátedra, Madrid, 2010.

[10] En palabras del historiador francés Jacques Chiffoleau en La comptabilité de l’Au-delà: una especie de “democratización de los testamentos”.

[11] DEL CAMPO GUTIÉRREZ, A. “El Libro de Testamentos de 1384-1407 del notario Vicente de Rodilla”. Institución Fernando el Católico (C. S. I. C.) Excma. Diputación de Zaragoza. Zaragoza, 2011. P. 9.

[12] VALDEÓN, Julio. Vida cotidiana en la E. Media. Cuadernos de Historia 16. Nº 193. P.30.

[13] BALDÓ ALCOZ, Julia; GARCÍA DE LA BORBOLLA, Ángeles; PAVÓN BENITO, Julia. (Universidad de Navarra) “Registrar la muerte (1381-1512). Un análisis de testamentos y mandas pías contenidos en los protocolos notariales navarros”. Hispania, LXV/1, núm. 219 (2005).

[14] GARCÍA VALÉS, Alberto. Historia de la Medicina, Ed. Interamericana, Madrid, 1987, P. 135.

[15] CROMBIE, A.C. Historia de la Ciencia: De San Agustín a Galileo/ 1 Siglos V-XIII. Alianza UNiversidad, Madrid, 1996, P. 204: “En el siglo XII también Montpellier comenzó a adquirir importancia como centro médico; y en el siglo XIII, las escuelas de medicina de las universidades de Montpellier, Bolonia, Padua y París sobrepasaron gradualmente a Salerno”.

[16] Cuya vía de introducción en occidente fueron los árabes. Apúntense como ejemplos clásicos y más representativos los de Avicena (máximo representante del platonismo árabe platonizado. Siglo X) y Averroes (s. XII).

[17] CROMBIE, A.C. Historia de la Ciencia: De San Agustín a Galileo/ 1 Siglos V-XIII. Alianza UNiversidad, Madrid, 1996, P. 206: “Una rama de la medicina en la que el empirismo de la mente medieval se mostró acertada fue la observación de los efectos de diferentes enfermedades […] La costumbre de escribir consilia fue parte del movimiento general hacia la exactitud en la presentación de pruebas […]

[18] GARCÍA VALDÉS, Alberto. Historia de la Medicina. Ed. Interamericana, Madrid, 1987, P. 151: “[…] terribles condiciones climáticas, con temperaturas muy bajas y lluvias torrenciales que produjeron grandes hambres al perderse las cosechas y extenderse la miseria”.

[19] CROMBIE, A.C. Historia de la Ciencia: De San Agustín a Galileo/ 1 Siglos V-XIII. Alianza Universidad, Madrid, 1996, P. 206.

[20] GARCÍA BARRENO, Pedro. “La medicina medieval (1100 – 1500)”, en Ciencia y cultura en la Edad Media. ACTAS VIII y X. Canarias, noviembre de 2007.

U.B.U. Historia Medieval. (2012)

 

Un poco más

Hay un lugar donde la lluvia es constante, donde agonizan envejecidos cuentos que nunca nacieron, o que nacieron a medias. Es el remanso baldío donde mueren los poetas que no escribieron sus versos… No puedo dejar de verlo. Se sale por las ventanas, ahora que se abren de nuevo, como escupitajo rancio que “mancha” la calle, calurosa, jovial, desnudada. Es el lugar seco de conversaciones, donde el calor no es bienvenido y la vida de las calles y las plazas y los parques, se perciben como el gorjeo de un puñado de polluelos, apiñados junto a una bombilla de ciento veinticinco vatios. Es la estancia ambarina donde se apaga un anciano, que son cientos a la vez.

Afuera, el grito de un niño alocado anuncia la venida del “buen tiempo”, quizá siempre sea el mismo reencarnado de generación en generación para cumplir con ese cometido. La voz parece de arpía y la estancia, por naturaleza silenciosa y hermética, recibe el chillido “a duras penas”. Penetra tan lento que parece andar bajo el agua. Cuando llega al anciano, lo que fue explosión de júbilo ya es una voz sobada por los objetos de la habitación, que intentaron quedársela para libar su energía. Por eso el anciano confunde el eco de la calle con las voces de sus niños, voces imaginarias, procedentes de las fotografías que se consumen en la alacena. Pero “los niños de la alacena” perdieron sus rostros pueriles en un descuido y se marcharon hace tiempo. Ahora están fuera, con sus cosas (“normal” piensa el viejo); en sus cosas (“natural” vuelve a pensar); tan distantes…

El día se cansa de estar quieto y otra ráfaga de aire caliente hace culebrear la cuerda de la persiana. Evoca la bandera de un barco sin piratas. El anciano suspira. Un día cualquiera. Otra vez ese silencio… y otra vez posa las manos en el radiador frío, acostumbrado a inviernos largos. Para qué alejarse de él, si el invierno volverá, “para qué todo… para qué tanto”, susurra sin boca. El alzheimer, a veces, es un licor “estupendo” para ahogar los recuerdos que le hacen llorar. Y así, borracho de soledad suspira hasta la inconsciencia y se hace también objeto.

El día del bodorrio real, un amigo, bombero, me describía la escena que contempló al derribar la puerta de una vivienda. Un anciano llevaba varios días muerto sobre un sillón, parecía un muñeco de goma. Enfrente del difunto la televisión seguía funcionando, fría e insensible, como siempre. En el momento en que los bomberos entraban en la sala, los príncipes se juraban fidelidad eterna, “…hasta los últimos días de mi vida”… decían. Al apagar el aparato quedó el zumbido de una mosca zangolotina que pululaba por allí. Festín de carne para ella. Detrás del viejo, había decenas de fotografías narrando otros tiempos. Tiempos de abrazos, conversaciones, tristezas compartidas. Tiempos mejores, sin duda. Pero a veces, basta contemplar lo más bello para presagiar lo peor y, mientras mi amigo me contaba el suceso, yo quise imaginar a toda aquella gente de las fotografías lejos, despegada de aquel rincón de lluvia constante… donde se mojaban sus retratos infantiles. Entonces me invadió una pena terrible y escuché a un tiempo miles de voces rasgadas saliendo como ánimas en pena de entre pajizos cortinajes. Eran las voces, casi fantasmales, de todos esos ancianos que se disipan sin el amor de los suyos, junto a un radiador frío: “Quedaros un poco más”, “quédate un poco más”, “llama un poco más”, “quiérenos un poco más”, “quiéreme un poco más”, “ven un poco más”, “ven alguna vez”, venid”, “ven” …

Vuelve el calor y la calle se transforma, desde la publicidad, en obligada pasarela de juventud. La vejez parece un invento de cuento para dar forma a sabios con luengas barbas, magos con arrugas de pinturilla o brujas con verrugas en la nariz; como si sólo en los cuentos fuera venerable la ancianidad.

Vuelve el calor… y sin embargo, siempre hay un lugar donde la lluvia es constante… esperando… esperándote.

Diario Palentino (29-5-2004)